viernes, 11 de septiembre de 2009

Tu Carlos, mi Carlos.

Carlos es un tipo común. Prepara la leche como tiene que ser. Dos cucharadas de azúcar y el resto está casi hecho. La leche tiene que ser descremada, porque es mucho más sana que la otra.
Hace años que está esperando que salgan unas tostadas más light de las que habitualmente encuentra en el supermercado.
Hace años que espera eso, y a alguien que lo quiera un poco más que su gata, Florencia. Una siamesa domesticada a su perfecta imagen y semejanza.
Carlos desayuna y cena en la misma mesa. Un tablón de madera, seco, viejo, pero correcto.
Carlos es definitivamente un tipo común. Trabaja en un local de licuadoras y lavarropas. Sabe de tecnología y de tarjetas de crédito. Maneja a la perfección el arte de los descuentos y los intereses a favor, como siempre, del cliente.
Carlos se arremanga la camisa, porque eso lo hace parecer mucho más cercano a la gente, mucho más trabajador, mucho más Carlos.
El tipo almuerza mientras mira de reojo a la única mujer que le quitó el sueño. Analía es del sector de depiladoras y aspiradoras. Sabe dar consejos femeninos y pasa horas mirándose en el reflejo de los estantes de vidrio.
De todas formas, Analía apenas registra los ojos de Carlos. Parece que en este último tiempo no hace otra cosa que mandarse mensajes con Alberto, el tipo que la llevó a cenar varias veces y que según dice está a punto de divorciarse de su mujer.
Esta mañana Carlos no está tan contento como siempre. Su mamá lo invitó a cenar. Y Carlos no sabe decir que no. Que no tiene ganas, que prefiere quedarse con Florencia mirando una película.
Es difícil romper con aquello que desde siempre consideramos correcto. En algún rincón, Carlos decretó que cuando uno se compromete, tiene que cumplir. Y cada segundo que pasaba de su vida, el rincón se agrandaba, ocupaba más y más el espacio. Todo tenía que ser tal cual el mismo lo había establecido.
Dicen que los límites los ponemos nosotros y que tienden a afianzarse con el tiempo. Como una droga. Nuestra propia droga.
Una vez Analía había pensado al menos un poco en Carlos. Pero no estaba bien visto que los empleados se relacionen por fuera del local. Así que una vez más, el tipo abandonó lo que quería, resignó lo que tenía ganas y lo cambió por un descuento del 30% en cualquiera de los electrodomésticos en stock.
Se puede vivir así toda la vida. Dando vueltas entre lo que aprendimos cuando teníamos granos, dudas y un cajón de angustias.
Dicen que lo que tapamos, no se borra. Lo que tapamos, se pudre.
Y el hombre estaba podrido.
Hoy cenó con su madre, tal cual lo había prometido. Los ravioles le hacían confundir sus recuerdos. Se preguntaba a si mismo si así eran las pastas de mamá, si esa salsa, esos sabores, eran los mismos que años atrás le habían parecido tan incomparables.
Claro que las pastas eran las mismas. El único desilusionado era el estúpido de Carlos, que durante toda su vida creyó que su madre hacía los mejores ravioles del barrio.
El mismo estúpido que se había creído que dentro de poco llegarían unas tostadas más light, el que esperaba que lo asciendan después de 20 años y el creía que Analía era una mujer demasiado peligrosa que podía hacerle perder el trabajo.
Por eso se convenció de que estaba comiendo los mejores ravioles, que tenía un gran futuro y que era sumamente correcto no mezclar las cosas.
El tipo salió de la casa de su madre convencido de que era pura y llanamente un Carlos feliz.