lunes, 13 de septiembre de 2010

Cazadora

Antonia tenía muy claro qué era lo que mejor sabía hacer.
Atrapaba ventanas, mosquitos, cocinas y si le quedaban ganas y tiempo, no dudaba en atrapar cosquillas y humanos. Moría por los humanos y sus recuerdos. Se regocijaba pensando qué más podía agarrar, pero eso de aferrarse a la memoria de los otros, la volvía casi tonta o casi loca.
Era de esa señoras que llevan ruleros todo el día. Como si una gran, gran fiesta estuviese a punto de llegar.
Y era un poco bajita, un poco gordita, un poco tímida. Le daba vergüenza contarle a sus amigas que lo único que la hacía verdaderamente feliz no era amasar ni tejer, sino atrapar.
Se quedaba en ese recuerdo de lo que alguna vez tuvo en sus manos. Pero se quedaba cómoda, meciéndose en esa nostalgia que nos encanta sentir.
Lo que alguna vez fue presente, cosas que supo sentir bien de cerca, personas que tuvo al lado, pegadas a ella y a su redondito cuerpo. Cosas que ya no tiene, pero que bien supo atrapar.
Así era como Antonia conseguía que todo siga ahí, exactamente donde lo había dejado.
Un absurdo paso del tiempo, para la pobre mujer que guardaba todo en un mismo segundo de cacería.