lunes, 14 de junio de 2010

Viaje al ego

Mi miedo era terror, pánico a no poder salir del dolor de siempre. El mismo que se repetía cada vez que la rutina daba un giro inesperado. Inesperado para nosotros claro, que nos encanta creer que sabemos más o menos lo que va a pasar. Y así nos quedamos calmaditos.
Cuando nos toma desprevenidos, cuando nadie nos avisa que mañana las cosas no van a ser como hoy o como ayer, el tiempo literalmente se nos detiene. Ya los segundos no forman minutos y los minutos se cuentan en cualquier otro tipo de artefacto menos en un reloj.
Uno mide el tiempo que se la pasa angustiado, cuantas veces no suena el teléfono o cuánto falta para que llueva de una buena vez.
Y así, convertida en un trapo (de esos que nos gustaría tirar pero no lo hacemos porque justamente son trapos) me quedé esperando que algo vuelva a activar esa rutina que tan bien sabía calmarme.
Entonces morí.
Y bajé, hasta el abajo más llano que existía en Orquicedón. El lugar donde viven los que mueren aún sin haber sido enterrados.
Me quedé hablando con ellos un buen rato, de pérdidas, lágrimas, nudos, angustias. Es lindo ver como entre nosotros podemos contagiarnos todo. Un bostezo, unos zapatos, una cartera, una mujer o una tremebunda forma de ver la vida. Tenemos la facilidad de traspasar el cuerpo y leer lo que hay en el otro, hasta convertirlo en el reflejo de lo que queremos y de lo que odiamos. De nuestros sueños y por supuesto de nuestra peor pesadilla.
Terminé de escuchar a todos mis espejos y preferí volver a tierra firme.